domingo, 13 de noviembre de 2011

APRENDIENDO A LADRAR.-Por Ignacio Bellido

Aprendiendo a ladrar.


Otro día de sol o de lluvia,
o con nubes nacaradas y áureas,
y con mi perrillo que mueve la cola
ante mi hamburguesa.
Pero no le gustan con mostaza,
por el amarillo supongo,
prefiere el "catsup";
el rojo le estimula la creatividad,
supongo también,
por los golpes de su pata derecha
sobre mi rodilla izquierda.
Es su aplauso, su melodía.

Reconozco que mi perro
me lleva a otros niveles de comunicación.
Tanto es así, que estoy aprendiendo a ladrar.
No es difícil,
sólo es necesario un espejo,
una agilidad glótica y mandibular,
y una disposición al aprendizaje.
Necesitas estar sólo, para evitar malentendidos,
y ensayar en noches de plenilunio, por su magnetismo.
No por el hombre-lobo;
esto es una leyenda degradada en cadalsos.
Aquel hombre se había comunicado con la Luna.
"¡Anatema!¡Anatema!¡Exorcismos, etc., etc..!"
(Grita mi secretario desde el estómago)

¿No es poético saber ladrar?
Vamos a hacer un pequeño intento en Román canino:

"¡Guau, guau, guau!
¡Reguá, reguá, guá!
¡Guá, guá, requeteguá"

(Hay que reconocer que tiene un cierto ritmo
y hasta un heptasílabo oxítono,
es decir: seis versos métricos más uno)

No sería indeseable esta practica de comunicación
para no soportar mas celemines ni costales que arenguen.
Vamos a intentarlo, comprendiendo la incomprensión.
En el mientras tanto, sigo en mi erré que erré, y me despido con tres ladridos:

¡Guau, Guau, Guau!

Mi perro ha sonreído,
y no sé si debo preocuparme por esta inversión en los papeles.

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